miércoles, 11 de agosto de 2010

JUAN CARLOS GUMUCIO: CORRESPONSAL DE GUERRA

Juan Carlos Gumucio en Nueva York (1981). Foto: Alfonso Gumucio

Por: Luis Mérida

Nacido en la tribu de Cochabamba en 1950. Murió de un disparo en el vientre a sus 52 años de edad. ¿Suicidio, accidente, azar?. Su fallecimiento trágico dejó perpleja a su familia, a sus amigos y al mundo internacional del periodismo. Periodista desde su tierna juventud, cuate de la aventura, un apasionado amante. Vivió siempre al borde del abismo, a la orilla del peligro, en el límite de la herida.

Se inicio como reportero policial en Radio Cultura y en el periódico Los Tiempos de la ciudad de Cochabamba, para luego trabajar en El Diario de La Paz y en la naciente Empresa de Televisión Boliviana.

Cubrió durante treinta años los principales conflictos internacionales, fue reportero de la agencia Associated Press, de la cadena CBS, de los diarios The Times, Diario 16 y el País. Escribió: …”podría decir que mientras dure mi lápiz prefiero contar algo que he visto y despachar un reportaje como tienen que ser depositadas las cartas de amor a mi mujer, lo antes posible”

Sus primeras crónicas datan de los años 60s, pasando a trabajar en la primera línea de fuego en Viet Nam, en el Ulster, Irlanda, Oriente medio y los Balcanes. Tuvo contacto con los grupos más radicales como Hamas o Hizbola; solía decir que el alma del periodista “debe estar con los mas débiles, que los fuertes ya se defienden solos; que la objetividad en el manual es la honestidad e informar consiste en buscar la verdad honestamente sin horarios, con pasión, entre la hojarasca humana”.

Escribió, filmó, fotografió tanto, que su trabajo no le permitió escribir un libro -literalmente no tenia tiempo- estaba un rato en Irán cubriendo sus agitados días de la revolución islámica del Ayatollah Jomeini como estaba entrevistando en pleno combate al líder palestino Yacer Arafat. Vivió al filo del abismo, fue participe de una generación iconoclasta, ácrata, violenta, pecaminosa y radiante.

Dicen los corresponsales extranjeros que fue un guía impecable del reporterismo, que apabullaba su precisión, que aconsejaba leer a Melvia Mencher, a William Strunka, a E.B. White, que su escuela literaria central fue García Márquez y Kapuscinski, decía: “La mejor escuela del periodista es el crimen”.

Enamorado de la vida y de las mujeres, amante de la pasión y la aventura, por su sangre corría peligrosos venenos; cuenta una corresponsal española, ganadora del premio “Planeta” que Gumucio “era peligroso si le caías bien, pero si le caías mal era sencillamente letal”. Tuvo amores norteamericanas, españolas, bolivianas, italianas, con una Sueca acabo teniendo una niña a la que adoraba y lo perpetuó.

Sus botas tuvieron ansiedad tranquila, eran huellas valientes, buscaba “Las verdades” en el clamor de la guerra horrorosa, ordenaba sus angustias jugándose cada día, cada hora, cada instante de esta vida finita.

Fue testigo de una época: cronista de un nuevo tiempo, se mofó de una sociedad tacaña en su espiritualidad. Su experiencia innata, su praxis de vida plena lo llevó a un mundo poético extrañamente excitante e incitante; su rostro era original, casi adánico, según Ramón Rocha Monroy, compañero de curso, escribe: “era el compañero con la mirada más limpia del curso, un ser inteligentísimo”.

Su trabajo de corresponsal de guerra lo hizo descender a los círculos del horror, de la miseria humana y ascender con su crónica al conocimiento del drama metafísico de la humanidad, agudizando los instantes tremendos y únicos, perpetuando la historia irrepetible e irreparable de los vivos, de los muertos, de los desesperados y los sufrientes de los Derechos Humanos.

Juan Carlos Gumucio nos dejó una poética vivencia, afirmando que su realidad fue la historia, (arcoiris y basural), y su ideal en la tierra fue la verdad de los hechos, que con su pluma o su cámara o su teletipo creó las imágenes del conocimiento universal de la guerra. Treinta años de vida continua, de periodismo, de valentía, de fraternidad.


Cuando llego a Bolivia parecía estrangulado por dentro, transmutado por su existir en la contienda bélica. En su ser esencial le quedó el síndrome de la pólvora. La parca le llegó pronto, murió el año 2002 en la localidad colonial de Tarata donde se fue a vivir en compañía de su soledad.

Sus premios fueron múltiples y sus reconocimientos variados –cosa que poco le importaba-. Gozó con la acción, con la émula llama, con el rescoldo de su corazón apasionado, vivía creyendo en el testimonio de sus sentidos, recordando archipiélagos de mujeres. Fue un crédulo vivencial de los sabrosos venenos. Volaba como águila y fue un gran torero de la vida. Dice M. A. Bastenier que “llevaba la muerte en su mirada. Tenia tanta vida que tuvo, por fin, que dársela a la primera guadaña que pasase”

1 comentario:

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