Rocío Ágreda
Después de su grandiosa película (al menos así la recuerdo) Mi vida sin mí (2003), Isabel Coixet estrena el 2005 La vida secreta de las palabras, una película ambiciosa que no llega a dar la talla de su propia ambición, y en la que no se alcanza la sutileza brutal de su anterior película.
En una especie de limbo, solitarios sobre un desierto marino, habitando una plataforma petrolera en medio de la nada, se hallan los personajes de esta cinta, se sabe de ellos que sufren, que sufren mucho y que "sólo quieren que los dejen en paz". El hecho de por sí no merece más atención: se nos presenta a los personajes, casi extras diríamos si no aparecieran con tanta frecuencia, que por una u otra razón se han exiliado en esta suerte de purgatorio. Todos sufren, de maneras veladas, oblícuas y hasta ahí bien; pero cuando el sufrimiento de Hanah (Sarah Polley) deviene paroxístico (en esos desconcertantes diez minutos de flagelación memorística durante los que por fin nos informa por qué sufre) el relato se cae, la gestión del silencio que al principio ya era muy artificiosa se torna francamente hostil.
Caigamos en cuenta de que la exploración estética nos da cierta medida de juicio crítico. Al parecer, la Coixet invierte mucha energía en una suerte de educación sentimental de sus espectadores, lo que no necesariamente la convierte en mejor directora, pero sí quizá en una sospechosamente comprometida. Trasladémonos al patético discurso ecologista del joven oceanógrafo que en vez de convencernos nos revela un facilismo en el tratamiento del tema, mostrando un heroísmo difícil de creer. "No sabía que todavía existían personas como tú" le dice la protagonista en un esforzado y cuasi lacrimoso gesto de reconocimiento.
El silencio es un tópico difícil, si se lo está explicitando siempre puede convertirse en una cuestión difícil de zanjar. Cinematográficamente hay ejemplos impresionantes, pero no se trata sólo de dejar la cámara fija sobre un actor volcado hacia interiores insondables. O hacer tomas tediosamente lentas de un sujeto jugando baloncesto bajo la lluvia.
Da la impresión que en esta película el drama humano, la peripecia del personaje de Hanah es usado de una manera grotesca, por supuesto que la memoria es importante: no olvidar se ha convertido en un sostén de las generaciones agraviadas por la guerra, la dictadura o el holocausto; pero hay algo en el tratamiento de este drama en particular que no alcanza a conmover, si ese es el sentido de tanta explicitación del dolor. Las explicaciones son teóricas, otra vez, las ambiciones de una Coixet, gran lectora de Berger, no logran dar la talla. "La vergüenza de los supervivientes" dice la analista de Hanah (casí pensé en un libro bellísimo de Primo Levi: Si esto es un hombre). Sin embargo, cinematográficamente Coixet no logró mostrar esa vergüenza, sólo se ve a una actriz que sufre mucho y calla hasta que las palabras se revelan como si revelaran el horror mismo y sólo después de esa explicación minuciosa de la analista, el drama adquiere proporciones estéticas: la teoría es bella, pero en un libro.
La gran tentación es la de llorar, como lo hace Tim Robbins, llorar es un compromiso con la propia moralidad, llorar en el fondo nos hace sentir que somos buenas personas; no me importa hacerlo con una mala película hollywoodense pero llorar con esta película no sería tan inofensivo. Se interpone un discurso muy denso, sólo está la perplejidad creando una resistencia estética implacable.
En fin, el lirismo y las pretenciones le juegan a esta película una mala pasada, tenía de todo para ser una gran película: una gran idea, locaciones impresionantes, grandes actores, una directora inteligente con un gusto musical impecable. Fallaron las palabras y demás está explicitar su impertinencia casi aterradora en esa voz en off infantil-extraña y perturbadora que abre y cierra la cinta- y que casi nos hace dudar de un final feliz.
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