lunes, 6 de julio de 2009

Hospital Obrero: Armalo nomás, de eso se trata

Que ciertas naves del cine boliviano están comenzando a trepar otras laderas queda claro con Hospital Obrero. Dentro de una temporada saludable de estrenos nacionales, la opera prima de Germán Monje no teme en explorar nuevas formas de narrar, de reconfigurar los espacios y construir los personajes. Las siete historias que confluyen en Hospital Obrero -entre camas, ventanas, papeles y boleros de caballería- tienden sus hilos no sólo desde la puesta en escena de una memoria entre laderas sino desde la insistencia en los juegos de los que esta memoria está hecha.

El juego comienza cuando es otro el Pedro que se sube al micro: el protagonista, Pedro D. Murillo, un pajpaku bohemio que se interna de emergencia en el hospital, es la ficha imprevisible de la historia, la cama sin dueño de la habitación 501. Y es que entre las paredes del Hospital Obrero muchas cosas quedan al azar y otras tantas a la memoria. De todas estas cosas, sin embargo, ninguna busca el melodrama o el fatalismo a la hora de enredarse: entre Pedro, Carmelo, el profe Aguilera, Walter Paco, Gregorio Mamani y el Gordo Foronda, casi todos adultos mayores, no funciona la nostalgia paralizante de quienes no quieren desprenderse del pasado. De lo que se trata es de armar las piezas del pasado en el espacio cotidiano de un presente de espera, amistad y enigma. No se trata de traer al pasado en tanto ausencia que se lamenta sino de poner en juego las memorias desde los contornos enigmáticos de las ficciones. Recordar para estos personajes no es otra cosa que jugar: ver una película en cinematoscopio, escuchar sentados cintas viejas de cuencas y boleros de caballería, volver a leer un poema, guardar un dibujo de un hombre cazando a un caimán, ser un moreno de verdad en la fiesta del Señor de la Sentencia.

Al menos son dos los elementos con los que juega la película: el montaje y la fotografía. La narración se proyecta literalmente desde las piezas de un rompecabezas en el que se dibuja la figura vieja de un micro y el contorno difuso del Illimani. Las siete historias de la habitación 501 del Hospital Obrero vuelven a escribirse en el montaje en tanto se organizan las piezas y se desordena su cronología. Cada uno de los capítulos de Hospital Obrero va dejando pistas al espectador para que éste empiece a mover las fichas de la estructura y termine de descubrir cómo es que ésta juega. Los juegos de la memoria, a través del montaje, no son sólo temporales: este enredo de memorias y pasados ocurren tanto entre las camas de la 501 como en lo que se teje alrededor de estas, en las ventanas. Y esto que se teje no es otra cosa que las laderas de una ciudad, los micros que las trepan, la bulla del Estadium Hernando Siles a tres cuadras del hospital y una villa que está de fiesta. Si bien, desde la propuesta de la producción de abaratar los costos, un 85% de la película tiene lugar en un sólo espacio, la historia salta continuamente a otras dimensiones: desde las ventanas, la geografía de La Paz repite las subidas y bajadas, las idas y venidas de la narración. Andando y desandando el recorrido, el micro en que está este otro prócer camina otra La Paz, un lugar que es también de espera y donde el encuentro pasa por el enredo, la memoria y su fiesta.

El micro de Hospital Obrero juega a internarse de blanco y negro, o mejor dicho, vestido de grises. Hay una razón estética y otra económica detrás de la elección por el blanco y negro en Hospital Obrero. Según Monje, se trataba de explorar los contrastes de los rostros de los personajes y jugar –otra vez jugar- con el ambiente de los espacios del hospital. Si el montaje de la historia armaba un juego no sólo temporal sino también espacial, el color desteñido de estas piezas en movimiento proyecta otra vez los enredos de la amistad y la memoria desde las posibilidades de los textos de la ficción. Desde que la historia no se paraliza por la nostalgia, recordar en gris es jugar a recordar. Que la ficción es un juego y que recordar a través de ciertas escrituras es el mismo juego queda particularmente sugerido en esta película. Despintar la memoria –como se despintó la imagen- al ponerla en juego con otras memorias no parece ser en Hospital Obrero la mirada triste a un pasado. No importa tanto quién era el profe Aguilera ni cómo Adrián Patiño inventó el bolero de caballería. A lo que se juega es a desplazar la memoria hacia el enredo con el presente cotidiano de una amistad: se juega a ver la película vieja del ex jugador de futbol, a escuchar el bolero no allá ni más allá sino acá adentro.

Porque hombre precavido vale por dos y hombre desprecavido se divierte por cuatro, sólo vale jugar en la apuesta de Monje y el joven equipo de Hospital Obrero. Desde las camas del hospital o desde los archivos de la memoria, uno de los micros del cine en Bolivia, en La Paz, ya trepa.

Mary Carmen Molina Ergueta

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