Mary Carmen Molina Ergueta
"¿Qué hacer en un mundo donde algunos hombres, pocos, son impúdicamente ricos y la gran mayoría desesperadamente pobres? ¿Qué hacer con el terror del que se aísla detrás de un muro y con la frustración del que vive del otro lado?" Según Rodrigo Plá, estas y otras preguntas son el punto de partida para la comprensión de la advertencia que nos haría La Zona, su primer largometraje, en el que los vecinos de un neoghetto mexicano cercado por muros y cámaras de vigilancia emprenden la cacería de un ladrón de 16 años, encerrado en la Zona desde la noche en que asalta, junto a dos jóvenes más, una casa de este barrio residencial.
Las cosas, dicen algunos, hay que verlas. Los de la Zona saben esto mejor que nosotros y, dirían ellos, con más suspicacia que los que están allá afuera. Afuera de la seguridad sistematizada de una paranoia colectiva que justifica la vigilancia como el único método para una vida, digamos, feliz. Afuera del ámbito donde lo público no es (también) lo privado y donde ser pobre significa, necesariamente, ser invisible. Al interior del guetto, donde todo se ve porque todo se filma, los de la Zona han matado a dos asaltantes que atravesaron el muro durante una noche de tormenta, han ocultado sus cuerpos, impiden la intervención de la policía y patrullan sus propias calles en busca de un ladrón que no puede volver a cruzar la frontera. "No es nada personal", dicen los vecinos armados.
La película de Plá toma el espacio donde se ensaya la rigurosa pérdida de lo privado y repliega en él una discusión sobre las fronteras. La primera: aquella entre ricos y pobres separados por un muro y unidos por esta misma frontera y la violencia en la mirada de quienes vigilan. La película se ocupa en dejar por toda la trama los rastros de un gesto de documentación de la vigilancia, a través del que todos son sometidos al inquisidor movimiento de una cámara que reproduce la certeza de que es posible verlo todo: no hay, idealmente, puntos ciegos que no puedan grabarse. Este afán por ver, cuidar y limitar la libertad de quienes se mueven por las calles del guetto, se extiende incluso hasta el sótano de la casa de Alejandro (Daniel Tovar), el adolescente de 15 años a quienes sus padres le han regalado una cámara digital en su cumpleaños. La imagen, en este espacio, deviene prueba del cruce de la frontera y único documento de una desaparición.
La otra frontera en la que La Zona se mueve es aquella del bien y del mal. Aunque Plá cuida que los personajes no terminen haciendo de rostros de bandos en disputa, la película juega con los dos únicos extremos posibles que encuentra: que el buen policia quiera descubrir lo que en verdad sucedió en la Zona no significa que el mal policia (que es el mismo) descargue su frustración a patatas sobre la madre del ladrón desaparecido. La película pierde aun más sutileza ahí donde todo parece determinarse por la venganza de Daniel (Daniel Giménez Cacho), uno de los representantes vecinales de la Zona, quien prefiere hacer justicia con sus propias manos (y vivir en la milicia autónoma de un ghetto) desde que la policía fuera una de las culpables de la muerte de su hermano, años atrás.
El film, a pesar de ciertas concesiones en la caricaturización de los personajes, hace gala de una cinematografía impecable, donde la fotografía descubre lo siniestro de un espacio blanco e impecable y la música y el sonido construyen la atmósfera de paranoia en la que los personajes se mueven. Y aunque ambicione descubrir la certeza de un futuro cercano en las sociedades urbanas, la película nos deja tan sólo una pregunta: ¿es posible verlo todo en la imagen?
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1 comentario:
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